25 enero 2015

Stanislaw Ignacy Witkiewicz, por María Sten

María Sten

Hacer un retrato de un dramaturgo muerto hace casi cuarenta años, extraño fruto de una situación particular de Polonia a principios del siglo XX, y de las corrientes literarias en boga por aquel tiempo en Europa, resucitar a la mente de un lector latinoamericano a un escritor discutido y criticado durante su vida y que permaneció olvidado durante más de tres lustros después de su muerte, es tarea difícil.


Difícil desde cualquier punto de vista: difícil por el ámbito diferente en que creció, por su complicadísima biografía, por la riqueza de disciplinas que ejerció, por la situación política del país del cual era oriundo –Polonia-, por las contradicciones que encierran tanto su obra como sus teorías, por su lenguaje y por su tragedia personal, y finalmente porque entre la creación de su obra y el momento en que alcanzó la fama hay un largo silencio.

Un artista que tiene que esperar un lapso tan largo –un lapso que cambia la faz no sólo de Europa, sino del mundo entero- para iniciar una marcha triunfal por los escenarios del mundo y para recibir un legítimo homenaje de su propia patria, es en sí mismo un fenómeno extraño que merece una atención especial.

Hijo de un pintor realista y destacado crítico de arte, Stanislaw Ignacy Witkiewicz, para diferenciarse de su padre, se llamó a sí mismo Witkacy y bajo este nombre es conocido en Polonia. Es un personaje extraño, no sólo por el lugar que ocupa en las letras polacas, sino por su historia personal, por su trayectoria creativa y por lo multifacético de sus actividades. Pintura, literatura, prosa y drama, teorías de arte y de cultura, ontología, filosofóa –existencialista- a todas esas disciplinas se dedicó y en todas se destacó con brillantez y originalidad.


Avido lector de Whitehead, Russel, Freud y Husserl, admirador de Picasso y Stravinski, amigo del antropólogo Bronislaw Malinowski y del compositor polaco Karol Szymanowski, viajero que recorrió el mundo desde Australia hasta Rusia, hombre que convivió con las tribus primitivas y con los cadetes rusos que formaron la guardia del zar, amigo de los intelectuales polacos de vanguardia, criticado y a la vez admirado por ellos, corre Witkiewicz la suerte de los hombres cuya visión del mundo se adelanta demasiado a la de sus contemporáneos. Vive y muere Witkiewicz incomprendido, solitario, desgarrado, presintiendo la llegada de la era de la frustración del hombre, las tensiones internacionales, las revoluciones sociales que iban a sacudir al mundo, la enajenación del ser humano, la destrucción del individuo y la victoria de la máquina.

Vida única, llena de aventuras –resultado de su insaciable curiosidad-, talento versátil que en el terreno de la primera representa la corriente del expresionismo formal envuelto en un halo metafísico, en el teatro rompe con todas las normas hasta entonces vigentes, escribiendo con lenguaje poco riguroso, salpicado de neologismos, sin preocuparse de darles una forma más acabada. Sus cuadros, criticados en su época por la sociedad burguesa, hoy se encuentran en los museos de Polonia; sus obras teatrales .terminada la guerra mundial- figuran en los repertorios de la mayoría de los teatros de categorías de París, Londres, Nueva York, Roma, etc. Sus biógrafos mencionan que “cuando durante su vida algunos de sus amigos se atrevían a representar alguna de sus obras ante un restringido círculo de espectadores, tenían que poner en la entrada un letrero que decía: prohibido a los militares y a los menores de edad”.

Que Witkiewicz es un brillante precursor de la vanguardia europea, a la cual se adelantó en varias decenas de años, tanto en su aspecto intelectual como artístico, lo dijeron ya en repetidas ocasiones todos sus críticos. Pero, ¿de dónde surgió este talento tan raro en la Polonia de principios de siglo? Una explicación de aquel fenómeno extraño nos da el mejor conocedor de su obra, el crítico polaco Konstanty Puzyna:

“Imaginemos un país ni muy grande ni muy chico en el centro de Europa que después de varios siglos de un pasado más o menos glorioso deja de existir como nación y durante cien años se queda adormecido. Llanuras, chozas con techumbre de paja, carretillas campesinas en caminos mojados por las eternas lluvias, pequeñas ciudades soñolientas, baches en el zocalito, levitas negras de los judíos y sotanas de los curas; y otra vez llanuras y rebaños de vacas, álamos que bordean las pequeñas lagunas y casas blancas escondidas entre los árboles. En ellas, paredes cubiertas de retratos: el bisabuelo, un oficial que participó en la sublevación de 1830; el padre, que tomó parte en la sublevación de 1864; cerca de la mesa, un joven lee con avidez a Sienkiewicz… Mientras que en la Europa Occidental florecen y caen las fortunas burguesas y la bolsa de valores, la industria, el comercio son los temas del día, en una de las grandes ciudades polacas todavía se discute cómo organizar la industria y el comercio, cómo propagar la enseñanza, y en otra –Cracovia-, llena de recuerdos históricos y monumentos nacionales, un intelectual pálido se casa con una campesina para estrechar los lazos con el pueblo… Es el país donde se desarrolla la acción del Ubú-rey. “En Polonia, o sea en ninguna parte”.


Desde la perspectiva de Francia o de Alemania, aquella “ninguna parte” era plenamente explicable: el país parecía desquiciado, salvaje, oriental y para colmo, sus fronteras no estaban señaladas en ningún mapa.

El cuadro, claro, no es completo, pero permite comprender ciertos fenómenos literarios, como por ejemplo: por qué en Polonia no hubo una fuerte corriente de naturalismo. En un país donde no floreció una burguesía fuerte, ni surgieron grandes metrópolis industriales, el naturalismo tuvo que quedarse raquítico. Este rápido esbozo explica también el nacimiento temprano del expresionismo polaco, grito de desesperación y de rebeldía, diagnosis más bien intuitiva que intelectual de la situación; sentimiento de lo trágico, impotencia, amargura, desilusión, patetismo, encontraban en Polonia un suelo particularmente fecundo.

En la primera fase del desarrollo del expresionismo, Polonia está a la par con Europa, pero si la rebeldía de los escritores europeos (Strindberg, Wedekind) va dirigida ante todo contra la burguesía, en Polonia estalla inmediatamente la gran problemática nacional y política. Mientras que en Alemania, durante la primera guerra mundial y los años veinte, el expresionismo sigue desarrollándose, y en la dramaturgia surgen los grandes temas como el militarismo frente al pacifismo, el ejército frente al proletariado, la sociedad y el individuo, el desempleo y la explotación, en Polonia ocurre un fenómeno paradójico: Polonia no ha pasado como Alemania por la sacudida de una guerra perdida, ni por la caída de un imperio, ni por una revolución sofocada, ni por un asesinato de un Liebknecht, ni por las luchas entre socialdemócratas y comunistas, ni por el caos de la República de Weimar. Tampoco vivió, como Rusia, el espectro del hambre y del desempleo, la guerra civil doméstica, los terribles años de la sangre derramada y el sacrificio total. Lo que Polonia si ha presenciado es el milagro anhelado por generaciones de hombres del siglo XIX: el recobrar la independencia. Ésta se logró gracias a un arreglo entre las potencias internacionales… Termina así –por lo menos así piensa la mayoría de la “intelligentsia”- el tradicional desgarramiento nacional; ahora va a comenzar el idilio, la vida normal de un Estado normal; la primera, el amor, el movimiento en las calles. “La ciudad, las masas, la máquina” eran los temas preferidos de la vanguardia de Cracovia, de los futuristas. Pocos fueron los que vieron que la Polonia de los años veinte, con el régimen de Pilsudski, era una creación endeble con pies de arcilla, y que el fascismo italiano y la revolución rusa estaban operando un cambio básico en la historia del mundo.

De los pocos que se dieron cuenta de lo que ocurría en el mundo fue aquel gran solitario a quien no le quedaba otro recurso que emplear en su obra la ironía. Una ironía alocada, grotesca, deforme. Un grito de advertencia lanzado por el último individualista a la cara del mundo. “El único verdaderamente gran expresionista de la segunda fase del expresionismo polaco” como lo dice Puzyna.



Pero, ¿cómo y en qué condiciones fue posible que Witkiewicz llegase a tener esta visión de su propio país, y lo que es quizá todavía más sorprendente, una visión de los cambios que se van a operar en el mundo?

Su viaje a Australia en compañía de su amigo, el famoso antropólogo Bronislaw Malinowski, su convivencia con las tribus autóctonas, le descubren la sociedad primitiva. Pero fue su estancia en Rusia, la que le permitió imaginarse el rostro que cobraría el mundo en el siglo XX.

Al regresar de su expedición a Australia (Polonia es todavía dominada por las tres potencias: Rusia, Austria y Prusia, y Witkiewicz es de hecho ciudadano ruso), el dramaturgo se va a Rusia donde es ascendido al rango de oficial en el ejército zarista. La convivencia con los decadentes oficiales “blancos” de la guardia del zar –en su mayoría aristócratas- y más tarde la participación directa en la revolución rusa, dejan en Witkiewicz unas huellas más profundas de lo que él mismo pudo presentir. Para colmo de sus experiencias, aquel individualista es elegido comisario político del ejército revolucionario. No es difícil imaginar el impacto que hizo en aquel hombre hipersensible un puesto de tal índole. Como dice su crítico, ya aquí mencionado, Konstanty Puzyna: “El hombre que en el año 1918 regresa a Polonia no es un comunista. Pero tampoco es un simple oficial del ejército del zar que se salvó milagrosamente del cataclismo”. Witkiewicz ve ahora el mundo con una perspectiva nueva, diferente tanto de la vanguardia polaca como de la francesa. Y no se trata de su conocimiento de la índole de la revolución o la contrarrevolución o de cómo descubre que el desarrollo de ciertos procesos políticos y sociales obedece a unos principios de regularidad. Tampoco se trata de su lenguaje, en el cual los giros lingüísticos nos recuerdan el modo de hablar de aquella época. Lo más importante en la obra de Witkiewicz, testigo ocular de la revolución rusa, es su impacto filosófico. La revolución es para él un proceso inevitable, aún más, necesario, porque acelera la mecanización social y pone fin a las grandes individualidades. Y aquí llegamos al meollo de su tragedia personal: Witkiewicz sabe que la revolución es absolutamente necesaria y al mismo tiempo duda de su significado. Después de la victoria del proletariado, en el mundo reinará un TEDIO CÓSMICO.

Los años que van de 1918 a 1926 son los más fecundos en su vida. En esta época escribe más de 30 obras dramáticas, tres libros teóricos sobre pintura y teatro, en los cuales trata de delinear los principios de la Forma Pura. Esta última se puede aplicar únicamente en la pintura y el autor se da cuenta de que construir una obra dramática basándola en formas puramente abstractas es cosa imposible. ¿Cómo, pues, debe ser este teatro? “Se trata de una libre deformación de la vida o del mundo de la fantasía, cuyo sentido sería delineado únicamente por una construcción interna sin que fuera necesaria una psicología y una acción derivada de unos principios lógicos”. Estaba convencido de que más tarde o más temprano, este tipo de obras iban a surgir, y que para llegar a ello había que romper con todos los principios que regían hasta la fecha. “Al salir del teatro –escribe en uno de sus ensayos- el espectador debe tener la sensación de que acaba de despertar de un extraño sueño, en el cual los hechos, aun los más corrientes, adquieren un raro encanto inexplicable, característico de los sueños y que no puede compararse con nada”.

Al Witkiewics pintor y al Witkiewicz prosaico-filósofo se une el Witkiewicz dramaturgo, en cuyas obras prevalece una poética surrealista, en la cual la acción obedece a una fantasía a veces absurda que más bien recuerda los sueños que la realidad. Y estas fantasías escénicas tienen todo el colorido de su paleta. El dramaturgo-pintor indica con toda precisión los detalles de vestuario, de escenografía, las características físicas de todos los personajes.

En La Madre, todo es blanco-negro, aun las caras de los protagonistas, y el único elemento de color lo constituye el tejido: rosa, azul y naranja. En La Pequeña Mansión, los colores de los trajes de cada uno de los héroes están descritos minuciosamente hasta los tonos de las cintas que llevan las niñas en sus vestidos. En El Loco y la Monja, la ventana de la celda debe tener según su autor: “veinticinco emplomados pequeños y opacos, divididos por travesaños gruesos.” No se puede aislar al Witkiewicz pintor del Witkiewicz dramaturgo y por eso sus obras cobran tanta plasticidad en la escena.


Pero aun hay otro terreno en el que resalta la importancia de Witkiewicz: su visión de aquel mundo cuyo advenimiento presentía. Con rara agudeza veía la descomposición de la civilización moderna, de la cultura europea, y preveía el ocaso de la preponderancia de la cultura occidental. Pronosticaba el advenimiento de la enajenación, de la frustración del hombre moderno y de la era de la máquina que terminaría con el individualismo.

Este filósofo y teórico del arte encierra en sus obras algo más que lo que hoy se llama el teatro del absurdo; encierra una imagen del mundo que se avecina con plena conciencia de su descomposición, pero al mismo tiempo no la acepta. León, el héroe de La Madre dice: “¡Que demonios, si efectivamente tenemos esa inteligencia que según Spengler es señal de decadencia, para algo la tendremos, no sólo para percatarnos de ella! Esta misma inteligencia puede convertirse en algo creativo y detener la catástrofe final.”

Esta y otras advertencias salpican las obras de Witkiewicz y se adelantan en varios años tanto a la visión de Huxley como al enfoque de la vida que pintan Ionesco y Beckett. Y no en vano llaman hoy los críticos a Witkiewicz “el precursor” de los padres del teatro del absurdo. Muchos años antes de Ionesco y Beckett aquel hipersensible dramaturgo, pintor y filósofo, esbozaba en sus obras las ideas que cobraron forma definitiva en la dramaturgia tan sólo después de la segunda guerra mundial.

Y no es de extrañar que Witkiewicz tuviera que esperar casi cuarenta años para conquistar el mundo del teatro. Es la suerte que corre cada vanguardia y cada artista que se adelanta a su tiempo.



En una de sus obras, La Locomotora Loca, el héroe, ingeniero de profesión, dice al bombero: “Te quiero porque llevas un sismógrafo en tu cabeza. Ni siquiera sabes que lo tienes, pero estás registrando el más mínimo temblor.” Witkiewicz tenía este sismógrafo en su cabeza: esta mente agudizada a veces por el uso de la cocaína y el peyote, reflejaba en sus obras aquel tremendo presentimiento de la catástrofe que esperaba a Europa y se defendía de ella por medio de la más mordaz ironía y buscando el sentido metafísico de la vida. En sus obras destruyó los prejuicios del mundo burgués, abrió nuevas perspectivas, revolucionó la conciencia, hizo preguntas drásticas y chocantes, y si las soluciones que daba no siempre eran acertadas, el hecho mismo de buscar una salida poco común habla en su favor.

El carácter de su obra quizá lo define mejor otro héroe suyo: “En el mundo en que vivimos existen solamente dos lugares posibles para los creadores individuales metafísicos: la prisión o el manicomio”.

Él mismo no resistió la tensión de la vida: en el año 1939, al entrar los nazis a Polonia, se dispara un tiro en la sien. Con su muerte cerró una época de las letras polacas: con su obra abrió una nueva época en la dramaturgia polaca y mundial.



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MARÍA STEN: Homenaje in memoriam en Filosofía y Letras

El país está en deuda con la investigadora María Sten - ARTURO JIMENEZ

Poetas, historiadores, antropólogos, lingüistas, filólogos y filósofos se unieron en su diversidad para rendir un homenaje in memoriam a la investigadora polaca-mexicana María Sten, y lograron una coincidencia común: el país está en deuda con ella, sobre todo por sus estudios acerca del legado cultural del México antiguo.

Nacida el 5 de junio de 1917 y fallecida el 17 de enero de 2007, la evocaron, entre muchos otros participantes, Miguel León-Portilla, Hugo Gutiérrez Vega, Juan Gelman, Alfredo López Austin, Andrés Henestrosa, Eugenia Revueltas y Elena Urrutia.

 María Sten.

En una de las varias mesas y actividades del homenaje, realizado en el Aula Magna Fray Alonso de la Veracruz, de la Facultad de Filosofía y Letras, León-Portilla dijo que el trabajo de Sten se divide en cuatro áreas, todas relacionadas con la historia y el legado de los pueblos originarios de México.

La primera, agregó, como traductora al polaco de obras de autores mexicanos, como La visión de los vencidos y Los antiguos mexicanos, de él mismo. La segunda es su interés por los libros mesoamericanos, con obras como Las extraordinarias historias de los códices mexicanos.

La tercera es el teatro náhuatl y su relación con las danzas antiguas, con obras como Vida y muerte del teatro náhuatl, Ponte a bailar, tú que reinas, en alusión a un supremo tlatoani de México Tenochtitlán, y El teatro franciscano en la Nueva España. Fuentes y ensayos para el estudio del teatro de evangelización en el siglo XVI.

Y la cuarta, concluyó León-Portilla, su nueva edición de la obra de Fernando Horcasitas sobre el teatro náhuatl, en dos volúmenes.

Vida dedicada al teatro y la academia

Hugo Gutiérrez Vega, poeta y director de La Jornada Semanal, mencionó en cambio muchas otras áreas de interés de María Sten, aparte de su pasión por Mesoamérica, Nueva España y los escritores contemporáneos en lenguas indígenas: la sicología, la literatura mexicana, la española, la estadunidense, el teatro polaco, el modernismo.

Además, sus traducciones de autores en castellano a su idioma materno, como Benítez, Caso, Rosario Castellanos, Monterroso, Goytisolo, Carlos Fuentes. O a la inversa: Mrozek, Rósewicz, Skowroski, Witkiewicz, Kott, su homenaje a Kantor.

Y también, sus viajes por India, Alemania, Bélgica, Israel, China, Japón, Estados Unidos, su interés por los idiomas (polaco, español, inglés, francés, yidish), su promoción de intercambios culturales entre México y Polonia, sus libros de viajes, como De Varsovia a Oaxaca, su interés por Lope de Vega, Rosseau, Claudel, Kazantzakis, sus colaboraciones en La Jornada Semanal.

''Fue la de ella una vida dedicada al teatro, la academia, al estudio y la investigación. Mucho le debemos los mexicanos a María Sten", resumió Gutiérrez Vega.

LA JORNADA - jueves 7 de junio de 2007.