18 junio 2015

Whisky, film uruguayo de Pablo Stoll y Juan Pablo Rebella. Por Patricia Farías.

Cuando la procesión va por dentro….

Por Patricia Farías.

Artículo publicado originalmente en diciembre de 2008.


Pablo Stoll y Juan Pablo Rebella, los dos de 31 años, están viviendo un sueño. El sueño de hacer cine en el Uruguay, y tener éxito además.

Un éxito sin precedentes, cuando uno piensa en que esta película ha cosechado elogios por todos los lugares donde ha pasado, incluso cuando se trataba de un guión: localmente, ganó el premio FONA (Fondo para el Fomento y Desarrollo de la Producción Audiovisual Nacional) e internacionalmente el premio NHK 2003 en el Festival de Sundance. Ya como película, la lista sigue: Cannes (FIPRESCI y 2º lugar en el premio “Un certain regard”), España (Goya a la mejor película extranjera), Perú (mejor actriz, mejor guión), Brasil (película, actriz) y… Japón (primer premio Festival de Cine de Tokyo).



Pero… ¿qué puede tener en común Japón con una película uruguaya? ¿Sería esta historia comprensible para un público tan ajeno a las cosas nuestras? Es lo que pensaba yo antes de ver esta película. “Whisky” es una historia simple, “pequeña” como dicen los propios directores, donde “lo importante no es tanto la historia o lo que se dice, sino más bien lo que no se dice”. También antes de verla, había leído que se la podía comparar con “El hombre sin pasado”, de Aki Kaurismäki (2002), película que tuve oportunidad de ver en esos cada vez más frecuentes estrenos de cine europeo en Montevideo. La comparación me parecía un tanto aventurada, entre otras cosas porque la película finlandesa me resultó bastante ajena a mí, me sentí alejada de la historia completamente: tal vez sin dudas, porque no es el tipo de película que usualmente llega a este país.

Sin embargo, viendo “Whisky”, es cierto que hay puntos en común, y por eso he podido valorar de otro modo la película de Kaurismäki… Y es que esta historia es tan simple y sin vueltas como la otra, sólo que está rodeada de elementos familiares, costumbres uruguayas, y una ideología común: no hay nada ajeno esta vez, por supuesto.

Hacer cine en el Uruguay es una tarea laboriosa. Mucho, y se ve a simple vista cuando se lee la ficha de las películas uruguayas: en este caso es una coproducción de Uruguay, Argentina, Alemania y España. Todas las películas filmadas aquí se producen de esta manera: en el Uruguay hay talento, pero muchas veces los recursos son escasos. Sin embargo y pese a todo, las últimas películas uruguayas han tenido cierto éxito afuera. Los ejemplos más recientes son “En la puta vida” (2001) de Beatriz Flores Silva, “Corazón de Fuego” (2002, también conocida como “El último tren”) de Diego Arsuaga, y “El viaje hacia el mar” (2003), de Guillermo Casanova, basada en un cuento de Juan José Morosoli.

Hacer cine en el Uruguay cuesta, y los que estudian y se preparan para ello, apuestan a la fe, a la voluntad y a la idea de que “se puede”.


Así pues, Stoll y Rebella (que debutaron con muchos elogios con “25 watts” en 2001), empezaron la aventura de filmar esta historia, cosa que hicieron en ocho semanas en los meses de julio y agosto de 2003, pleno invierno en nuestro país. Durante la filmación afrontaron problemas tragicómicos, como la venta del destartalado auto de Jacobo Köller, que ya habían usado en otras escenas, y fue vendido a un depósito de chatarra. También afrontaron el problema de cómo filmar tal y como se lo habían propuesto: con la cámara inmóvil. Esto traía problemas con el encuadre, como ellos mismos cuentan en el sitio oficial de la película, pero finalmente se mantuvieron en esa línea y el resultado, a su parecer, es el deseado: “como en un libro de cuentos infantiles, ir entrando escena a escena en el pequeño mundo de la narración”. Un tiempo antes de la filmación, habían comprado un cómic, y según Juan Pablo Rebella, “Cuando lo vimos, sentimos que habíamos encontrado algo que trasmitía visualmente un ambiente similar al concepto que teníamos para filmar el guión”.



La historia

“hoy es lo mismo que ayer

es su vida sin mañana” (Ali Primera)

Jacobo y Herman Köller son dos hermanos de alrededor de 60 años, judíos, y ambos se dedican a la fabricación de medias. La gran diferencia es que mientras Jacobo (Andrés Pazos) se ha quedado en el Uruguay y su fábrica va cuesta abajo, Herman (Jorge Bolani) vive en Brasil hace veinte años y es, para los estándares familiares, un empresario exitoso.

Por su parte, Jacobo ha cuidado a la madre de ambos hasta su muerte, que por algunos detalles que vemos en el departamento de éste, sucedió luego de una larga enfermedad.

Jacobo es soltero, pero además es solitario, poco comunicativo, hasta amargado. Sus días son siempre iguales: desayuna en un bar cercano a su casa, donde el vendedor de periódicos siempre hace el mismo comentario (típicamente uruguayo) sobre “cómo anda ese cuadrito (de fútbol)” y si “sube o no sube” (de categoría); luego llega a su fábrica, donde lo espera todos los días Marta (Mirella Pascual), su mano derecha, la empleada de más antigüedad en el negocio..


Todos los días el diálogo es el mismo: “Buenos días”, dice él; ella responde “Buenos días, Don Jacobo”. Y hasta ahí. Jacobo sube la cortina de metal de la puerta de la fábrica (parecida a una entrada de garage, y muy común en la zona de Montevideo donde está filmada… pero bastante más tétrica que otras pequeñas empresas familiares) y entran.

Una vez dentro, mientras Jacobo enciende luces y máquinas, Marta entra al vestuario, se pone una túnica, se recoge el cabello… y sube a prepararle un té a Jacobo. Se lo lleva, hablan de cosas del negocio y ella trata - a veces, y sin éxito - de hablar de algún otro tema, así se trate de la reparación de una cortina del local. Estas escenas se repiten, estableciendo claramente la rutina diaria y la interacción entre los dos personajes.

Así las cosas, Marta seguramente es indispensable para Jacobo, pero también es invisible. La cámara también nos muestra una y otra vez los engranajes de las ya antiguas máquinas que tejen las medias (siempre el mismo diseño a rombos, parecería, además), como si cada persona en la fábrica fuera a su vez parte de esa maquinaria.

A la vez vemos la rutina de Marta después del trabajo: controla los bolsos de las empleadas (algo muy común en ese tipo de fábrica y que tal vez se siga haciendo) para verificar que no se llevan mercadería, las saluda todos los días igual con un “hasta mañana si Dios quiere” y luego cierra el negocio junto a su patrón. Sube a un ómnibus donde va escuchando música romántica de los 60 y 70, a veces va a su casa y otras al cine, sola. Marta rara vez dice algo en esas secuencias, pero sus gestos son clarísimos: es una mujer desencantada, no amargada tal vez, pero con una tristeza muy grande. Si pudiera elegir, su vida sería otra.


Un día esa aparentemente rutina se ve rota, porque ha llegado el primer aniversario del fallecimiento de la madre de Jacobo. Es el momento de la matzeiva o matzevá (literalmente, “lápida”), que es una ceremonia judía que normalmente se lleva a cabo una vez terminado el luto por el fallecido; esto puede ser al año, aunque aparentemente no hay un plazo establecido. La ceremonia consiste en colocar la lápida sobre la tumba del fallecido.

Como es una ceremonia solemne, Jacobo se ve obligado a avisar a su hermano Herman, para que viaje a Montevideo. Jacobo le envía un fax cortísimo, donde ya vemos que los hermanos tienen poco para decirse. Ahora bien, como para Jacobo su hermano es el exitoso, que está casado y tiene dos hijas, se le ocurre una extraña idea tal vez para no parecer tan fracasado a los ojos de Herman: le pide a Marta que lo ayude “unos días, en la casa”… en realidad, lo que le pide es que se haga pasar por su esposa.

Y Marta acepta, con mucho más interés del que Jacobo tiene. Se muda al departamento, lo ordena (Jacobo vive casi como si recién se hubiera mudado, las cosas de su madre por todas partes todavía), lo embellece dentro de lo posible. Y hace que Jacobo vaya con ella a sacarse una fotografía para hacer más creíble su reciente matrimonio, a lo que Jacobo accede, y resulta hasta graciosa su tremenda “cara de foto” cuando el fotógrafo les dice el clásico “digan whisky!” para mantener la sonrisa para la fotografía. Y es que en el Uruguay, es lo que se dice normalmente, aunque hay otras opciones: “whisky”, precisamente.


Porque diciendo “whisky” la foto sale bien, sin importar lo que pase en realidad, o cómo se sienta el fotografiado.

Así, con la llegada de Herman ese equilibrio diario se rompe, como se rompe una media salida de la máquina justamente antes de que Jacobo vaya a recoger a su hermano. En “Whisky”, hay pequeñas cosas que pueden pasar desapercibidas, que dicen mucho más que las palabras: esa media rota, un imán decorativo en el refrigerador que cambia significativamente de posición, casi expresando los pensamientos de Jacobo sobre su hermano…

Herman es toda una sorpresa, sobre todo para Marta, porque él parece ser todo lo contrario a su hermano: es alegre, “entrador” como diríamos aquí, un poquito seductor pero sin pasar los límites aceptables. Es inevitable que hable sobre su negocio y su familia, por supuesto, y sin querer, pareciera que hace alarde de lo bien que le va.


Los hermanos intercambian regalos en el aeropuerto (medias, por supuesto), y hacen el intento de conversar durante la cena. Jacobo está cada vez más incómodo, sobre todo porque Marta parece revivir durante la charla con su supuesto cuñado. Mayor aún la incomodidad cuando Herman muestra las fotos de sus hijas, una de ellas va a ser “la primera doctora de la familia”, comentario muy común sobre en generaciones pasadas en el Uruguay, donde tener un hijo médico, abogado, contador o ingeniero era lo máximo para las familias de inmigrantes e incluso para las más humildes que veían en esos títulos el premio a sus esfuerzos y sacrificios (ver “M’hijo el dotor”, del dramaturgo uruguayo Florencio Sánchez).

En realidad, cualquier cosa que venga de Herman le resulta molesto a su hermano y a veces al espectador los comentarios de Herman suenan un poquito a alarde tal vez involuntario; por eso Jacobo frustra cualquier intento de diálogo y que está deseoso de terminar de una vez por todas con la ceremonia y poner a su hermano otra vez en el avión de vuelta a Brasil.


Pero cuando ya está terminada la parte protocolar, y Jacobo ya se empieza a ver liberado de su hermano, resulta que éste los invita a pasar unos días por Piriápolis. Este balneario fue escenario de las vacaciones de los hermanos en su niñez, por lo que (Herman al menos) tienen recuerdos agradables de él. Pero resulta que Piriápolis (balneario fundado en 1893 por Francisco Piria, con el nombre de “Balneario del Porvenir”), que en verano es un lugar muy concurrido por uruguayos que buscan la mezcla de tranquilidad y algo de vida nocturna y también por turistas que visitan su Argentino Hotel (donde se filmaron los interiores del hotel en la película), en invierno es exactamente como lo vemos en “Whisky”: está muerto, apagado… y más aún con días grises como los de la filmación.

Esos días en Piriápolis agravan la situación, porque Marta se empieza a revelar como una mujer mucho más alegre de lo que Jacobo cree y hasta atractiva, y ese cambio en realidad es debido a las atenciones de Herman. No hay ningún acercamiento entre Marta y Jacobo, aunque compartan una habitación: pero parecería que él siente que en cierto modo “se la están robando”. Del tiempo que pasan en Piriápolis, la mayor parte Marta lo pasa con Herman. Hay una falsa alegría en todo, como si Herman tratara de imprimir vitalidad, aunque sea forzada, en su estadía allí: y más “whisky”, claro, para una foto de los tres.


Por la noche salen a un bar bastante tristón, donde Herman hace un torpe intento de resarcir a su hermano, ofreciéndole dinero para “compensar” los años de dedicación de Jacobo a su madre enferma. Peor aún, sugiere que ese dinero le hará falta en su negocio: Jacobo lo rechaza, pero luego sin que lo vean lo toma y tratará de deshacerse de él en el casino, con resultados inesperados y que tendrán su efecto al final, que los directores dejan abierto a la interpretación (o al deseo) de los espectadores.


Finalmente llega a su fin la estadía, Herman y Marta se despiden solos en una cafetería en Piriápolis donde otra vez hay mucho que no se dice y que Herman evita que se diga también, y luego los tres van al aeropuerto. Y entonces, Marta y Jacobo vuelven a Montevideo, al departamento de él, donde Marta hace su equipaje para irse a su casa, medio esperando que le digan que no se vaya… Jacobo le llama un taxi, y Marta se va: por el espejo retrovisor la vemos en una imagen muy fuerte y que podría pasar desapercibida.

Pero… ¿qué puede tener en común Japón con una película uruguaya?

La respuesta es simple: todo. Porque esta película uruguaya no es completamente local, a pesar de estar plagada de cosas reconocibles por los uruguayos como propias (expresiones, el vendedor de diarios, la ida a la cancha al partido de un cuadro chico, etc.), su argumento es común a cualquier cultura.


La soledad, el resentimiento, las cuentas pendientes familiares, todo eso se comprende más allá de la ideología de un país, más allá del idioma. En muchas familias está el que se fue, el que se quedó y enfrentó la enfermedad de uno de los padres que al final, se siente inevitablemente como una injusticia. En muchas familias está el que busca excusas patéticas como el trabajo y la distancia para nunca, en veinte años haber tenido tiempo de visitar a su familia en su ciudad natal.

Y siempre habrá una mujer sola, triste, a la cual un poco de atención y una mirada que la reconozca como mujer, hagan que las líneas de amargura de su rostro cambien y se transforme en una señora atractiva, alegre, ocurrente.



Los actores merecen un aparte, porque son los que se ocupan de que la historia nos “entre”. Andrés Pazos logra que Jacobo no nos resulte tan desagradable con su forma de ser, su andar encorvado, su perpetuo malhumor. Más bien lo comprendemos, por momentos. Jorge Bolani logra lo mismo con Herman, porque podría resultar un ser insoportable con su aire de empresario superado dándole consejos a su hermano; y más aún con su desinterés por todo lo que no sea él mismo.



Mirella Pascual hace que Marta sea el centro muchas veces porque queda como atrapada entre los dos hermanos. Su cambio, de ser esa mujer de rasgos contraídos, de mirada apagada, a la mujer que habla y hasta coquetea con su “cuñado” es tan gradual y delicado que disfrutamos ver a Marta iluminándose por dentro, y sonreímos al verla.

Así que “Whisky”, que es una película uruguaya como recalcaron al ganar el Goya sus directores, es una historia universal; sin finales estudiadamente felices ni adornos de ningún tipo: la historia es lo que es, y sola se basta a sí misma.

Mientras, Pablo Stoll y Juan Pablo Rebella están viviendo un sueño, como decía al principio. Y ojalá el sueño de ellos, se vuelva un sueño recurrente para los cineastas uruguayos y también para el público de nuestro país.



“Whisky” (2004)

Dir: Pablo Stoll y Juan Pablo Rebella

Guión: Pablo Stoll, Juan Pablo Rebella y Gonzalo Delgado Galiana

Con: Andrés Pazos, Mirella Pascual, Jorge Bolani, y la participación especial de Ana Katz y Daniel Hendler.